El linaje de la redención: los cantos del Siervo de Dios

Skip Heitzig

El hilo conductor de color rojo de la sangre de la redención recorre toda la Biblia: el Antiguo Testamento la anuncia (la redención), el Nuevo Testamento la describe. Las profecías de Isaías, muchos cientos de años antes de Cristo, son particularmente impresionantes. Este es un estudio histórico-salvífico de sus cantos proféticos del Siervo de Dios.

“…dice: Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Is. 49:6).

En una serie de pasajes mesiánicos conocidos como los “Cantos del Siervo”, Isaías contrapone dos siervos: Israel y el Mesías. Dios quería que Israel le sirviera como testigo ante las naciones gentiles, una misión en la que el pueblo fracasó miserablemente —una y otra vez. Pero frente a esto está el gran siervo de Dios, Jesucristo, que un día restaurará plenamente la herencia de Israel.

Isaías 42 nos presenta al Siervo como el elegido que trae la salvación a todo el mundo. Isaías 49 nos habla de su misión y del éxito de la misma. Isaías 50 muestra la obediencia del Mesías como hijo siervo que se somete a la voluntad del Padre. Isaías 52 y 53 describen al Mesías como el gobernante justo que reinará desde Israel sobre todo el mundo para siempre, y luego describen el alto precio que tuvo que pagar para cargar con nuestro pecado.

Primer canto: El Elegido
“He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones” (Is. 42:1).

El Mesías realizará lo que Israel nunca pudo hacer, porque el Espíritu de Dios reposa de manera especial sobre Él. Y hará que el reino de Dios sea accesible también a los gentiles, lo que ocurrió con el nacimiento de la Iglesia después de que Jesús ascendiera al Cielo. Y la descripción que hace Isaías del comportamiento de este elegido se ajusta perfectamente a Jesús: “No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles” (v. 2). Mientras que los judíos esperaban que su Mesías viniera como rey para derrocar a sus opresores e instaurar Su gobierno, Jesús vino la primera vez, no para vencer, sino para salvar.

Las palabras de Isaías citadas por Jesús: “No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare;…” (v. 3; citado en Mt. 12:18-21) podemos entenderlas así: Jesús no pisará a nadie que ya esté abatido. Si en su vida hay aunque sea una chispa de esperanza, Jesús la avivará hasta convertirla en llama —en otras palabras, trajo un cariñoso mensaje de paz. A pesar de que Jesús no mostraba ninguna tolerancia hacia ciertos comportamientos, especialmente la hipocresía de los líderes judíos, seguía humildemente comprometido con su misión de ofrecer paz con Dios y descanso de la carga del pecado. Después de todas las cargas legales que los fariseos habían amontonado sobre el pueblo, con esto les permitió respirar de nuevo. Y como había predicho Isaías, Jesús lo hizo con la aprobación y la autoridad de Dios: “Yo Jehová te he llamado en justicia, y te sostendré por la mano; te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones” (v. 6).

Jesús es el pacto de salvación de Dios; Él es la promesa que reconcilia con Dios a todo aquel que acude a Cristo con fe. Lo ideal hubiera sido que Israel cumpliera la tarea de difundir esta buena nueva, pero Isaías deja claro que no había cumplido la misma: “¿Quién es ciego, sino mi siervo? ¿Quién es sordo, como mi mensajero que envié? …que ve muchas cosas y no advierte, que abre los oídos y no oye?” (vv. 19-20). En cambio, Dios se sirve hoy de judíos y gentiles por igual para llevar su Evangelio al mundo. Pero al final de los tiempos, Jesús restaurará Israel y le permitirá ser lo que debería haber sido desde el principio según Su voluntad: el principal testigo de su obra salvadora.

Segundo canto: La misión que salva al mundo
“Oídme, costas, y escuchad, pueblos lejanos. Jehová me llamó desde el vientre, desde las entrañas de mi madre tuvo mi nombre en memoria. Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba; y me dijo: Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré. Pero yo dije: Por demás he trabajado, en vano …pero mi causa está… y mi recompensa con mi Dios. Ahora pues, dice Jehová, el que me formó desde el vientre para ser su siervo, para hacer volver a él a Jacob y para congregarle a Israel…” (Is. 49:1-5).

En este punto, el siervo Israel se distingue de nuevo del Mesías-siervo. Aquí vemos al Mesías estrechamente vinculado al pueblo que un día gobernará. El pueblo al que se dirige es aquel al que el Mesías devolverá la gloria que se había propuesto en un principio: son los nombres conocidos de Jacob e Israel. Esta predicción es sumamente importante: el que hable aquí será un siervo de Dios, rechazado por Israel, pero aceptado como luz por los gentiles. Sus palabras serán como una espada y otros gobernantes se inclinarán ante Él en señal de adoración (Is. 49:7). Jesús lo cumplió — lo que comenzó en la cruz de Jerusalén se convirtió en luz hasta los confines de la Tierra. Todo había sido anunciado de antemano.

Este aspecto profético es una pieza principal de la historia de la salvación. Nadie puede predecir el futuro con tanta exactitud como Dios. Él lo demuestra repetidamente en la Biblia. Y el poder de todos los gobernantes y naciones juntos no sería suficiente para llevar a cabo ni uno solo de los acontecimientos predichos. Con la misma precisión con que predijo la caída de Babilonia y el ascenso de Persia en tiempos de Isaías —unos 200 años antes de que ocurrieran ambas cosas—, predijo también la venida del Mesías. Así pues, nos corresponde a todos nosotros, de cualquier condición social, prestar atención a la pregunta de Isaías: “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios” (Is. 50:10).

La intención de Dios siempre ha sido salvar al mayor número posible de personas. Y siglos antes de hacerlo realidad, nos dio a conocer Su voluntad, por medio de Isaías y otros: “…dice: Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Is. 49:6).

Tercer canto: El hijo obediente
“Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Is. 50:4-6).

Jesús demostró una y otra vez que estaba completamente sumiso a la voluntad de su Padre. A través de palabras alentadoras y compasivas, demostró una actitud de corazón llena de misericordia y amor. Prestaba atención a los menos escuchados de la sociedad y soportó el sacrificio necesario para salvarnos. Isaías predijo lo que ­Jesús soportaría en términos de interrogatorio y tortura (que le escupirían, se burlarían de él, le ridiculizarían, le golpearían y le arrancarían la barba) y que lo soportaría sin refunfuñar ni quejarse. Además, como predijo Isaías, estaba firmemente decidido a cumplir su tarea: “Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado” (v. 7).

Isaías también describió la respuesta de dos grupos diferentes al sacrificio del siervo: los que temen al Señor y los que no (vv. 8-11). Jesús también habló de dos posibilidades: la puerta estrecha y la puerta ancha; de dos caminos entre los que hay que elegir. El primer camino lleva a la vida; el segundo, por el que transita la mayoría, conduce a la perdición (Mt. 7:13-14). Jesús deja claro que él mismo es el camino angosto, el único camino para estar bien con Dios (Jn. 14:6).

Cuarto canto: El Salvador sufriente
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores;… Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:4-5).

Dios subraya que ningún dinero del mundo puede pagar el precio del pecado. Dice a Israel: “…De balde fuisteis vendidos; por tanto, sin dinero seréis rescatados” (Is. 52:3). Con esto, Isaías introduce al canto final del Siervo, que comienza con una predicción de varios niveles: “He aquí que mi siervo será prosperado, será engrandecido y exaltado, y será puesto muy en alto” (v. 13). Esto podría predecir la resurrección, el regreso y la exaltación mundial de Jesús, o su sufrimiento en la cruz, que tuvo implicaciones mundiales: “…así asombrará él a muchas naciones” (v. 15). O podría significar todo junto.

Isaías habla del Mesías en una forma también llamada tiempo perfecto profético: los verbos están en tiempo perfecto, pero desde la perspectiva de Isaías describen algo futuro. Esto demuestra que Dios estaba tan seguro de que sucedería, que habló como si ya hubiera sucedido. Isaías previó la tortura del Mesías. El testimonio de Jesús fue tan poderoso (al soportar el dolor en honor a Dios) que avergonzó a Pilato y asombró a un experimentado soldado romano. Pareciera como que si Isaías hubiera estado al pie de la cruz y hubiera seguido los acontecimientos hasta la resurrección y, al final, hasta el reinado de Jesús. Pablo cita a Isaías cuando escribe sobre llevar el Evangelio a tantos como sea posible: “…Aquellos a quienes nunca les fue anunciado acerca de él, verán; Y los que nunca han oído de él, entenderán” (Ro. 15:21).

Lo maravilloso del plan de redención de Dios es lo increíblemente improbable que resulta. ¿Quién iba a pensar que el Salvador del mundo tendría un origen tan humilde o que el Rey de reyes se dejaría golpear y humillar? ¿Quién iba a pensar que el Mesías crecería “…cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca;…” o que “…le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos” (Is. 53:2)? ¿Quién iba a pensar que Dios sería “Despreciado y desechado entre los hombres…” (v. 3)? La mayoría de los que vieron a Jesús siendo azotado y llevando su herramienta de ejecución por las calles “…le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido” (v. 4). Algunos incluso pensaro“: “Algo habrá hecho para merecer todo esto”.

Pero estaban completamente equivocados. Lo que Jesús soportó por nosotros aquel día es por culpa nuestra, nuestro pecado y nuestra fealdad. En vista de esto, es asombroso que su muerte fuera querida por Dios, a pesar de que “nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca” (v. 9). “Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada” (v. 10).

Las detalladas profecías de Isaías 53 revelan algunos aspectos interesantes de la muerte de Cristo. En primer lugar, su muerte fue voluntaria: eligió embarcarse en esta misión sabiendo muy bien lo que le costaría. Por eso guardó silencio ante las preguntas miopes de Pilato, cumpliendo así la predicción de Isaías: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca;” (v. 7). Jesús ya había dejado claras sus intenciones a los críticos: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Jn. 10:17-18).

La muerte de Jesús además fue inmerecida. Aunque le acusaron de estar endemoniado basándose en la declaración que acabamos de citar y pidieron a gritos su ejecución, sus enemigos no pudieron responderle cuando les preguntó: “Jesús les respondió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?” (Jn. 10:32). Entonces le acusaron de blasfemia, aunque, como había predicho Isaías, no había hecho nada malo.

Además, la muerte de Jesús no fue un error. Considere todos los detalles de la profecía que se cumplieron en la muerte de Cristo: “Y se dispuso con los impíos su sepultura… y fue contado con los pecadores,…” (Is. 53:9.12). Esto se cumplió cuando Jesús fue crucificado con dos criminales. “Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte;” (v. 9). Este contraste se cumplió cuando José de Arimatea ofreció su tumba como lugar de descanso para el cuerpo de Jesús. Incluso en la cruz, Jesús oró “por los transgresores” (v. 12), pidiendo a Dios que perdonara a los que le habían matado: “... porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Y con una sola palabra, la griega tetélestai (¡Consumado es!), confirmó la profecía de Isaías: “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho;” (v. 11).

Por último, la muerte de Jesús fue también para el agrado de Dios. Esto suena chocante, pero no fue porque al Padre le agradara ver sufrir a su Hijo. No, Dios se regocijaba al saber lo que el sufrimiento traía consigo, es decir, que cualquiera que invocara el nombre de Jesús y recibiera el don de la salvación por medio de la fe, podría volver a relacionarse con Dios. El Padre “…cargó en él el pecado de todos nosotros” (v. 6) y Jesús asumió esta carga para complacerle. Además, Dios iba a exaltar a Jesús por encima de todos como recompensa por su misión única, sincera e invaluable: “Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos, y orado por los transgresores” (v. 12).

Los cantos del Siervo de Isaías se cuentan quizá entre los más poderosos que ofrece la profecía en la historia de la salvación. Aquí, el hilo escarlata es una imagen vívida y directa de la sangre roja, brillante y recién derramada de Cristo. Ninguna otra parte del Antiguo Testamento capta con tanta urgencia y claridad lo que Dios mismo soportó para obrar una salvación verdaderamente asombrosa para cada uno de nosotros.

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