Cómo la manera en que aplicamos la Palabra de Dios evidencia nuestra fe

Fredy Peter

Una interpretación de la Epístola de Santiago, Parte 3: Santiago 1:19-27. Sobre aceptar, recibir y aplicar la Palabra de Dios. 

¿Cómo demostramos nuestra fe? Por la manera como aplicamos la Palabra de Dios. En Santiago 1 encontramos una triple respuesta a esto: 1. Aceptar la Palabra (vv. 19-20). 2. Recibir la Palabra (v. 21). 3. Aplicar la Palabra (vv. 22-27).

Aceptar la Palabra
“Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse; porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Stg. 1:19-20).

Lo que llama la atención en Santiago es lo mucho que se identifica con los destinatarios de su carta: “mis amados hermanos”. Esta expresión aparece 15 veces en su epístola. No invoca su autoridad como líder de la primera iglesia de Jerusalén. Tampoco invoca su relación especial con el Señor Jesucristo como su medio hermano. No, se llama a sí mismo “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo” (doulos = esclavo; v. 1). Y como tal saluda a las doce tribus que están en la dispersión (diáspora), presumiblemente desde la persecución que estalló tras la lapidación de Esteban (Hechos 8) o bajo Herodes Agripa (44 d.C.; Hechos 12). Poco después de esta época, pero ciertamente antes del Concilio Apostólico (49 d.C.; Hechos 15), Santiago escribió su carta a los cristianos perseguidos, oprimidos y afligidos.

El versículo 19 comienza con “Por esto” e indica una relación con la parte anterior, especialmente el versículo 18. Se trata de algo que ya conocían los destinatarios y que era necesario recordar. La Biblia de las Américas traduce aquí: “Esto sabéis, mis amados hermanos”. ¿De qué se trataba? De un triple mandato. Toda persona debe estar: 1) pronta para oír; 2) lenta para hablar, y 3) lenta para airarse.

Por supuesto, este versículo es un buen y sabio consejo para la vida. Pero no se trata principalmente de oír, hablar y reaccionar en general. Santiago aborda este tema detalladamente en los capítulos siguientes. El versículo 18 nos habla de nuestro renacimiento mediante la palabra de verdad. El versículo 21 nos recuerda la palabra implantada. Los versículos 22 y 23 hablan de oidores de la Palabra. Y el 25, de mirar la ley de la libertad. Dentro de este contexto, se trata de la Palabra de Dios, de cómo oír y recibirla –especialmente en tiempos de pruebas y tentaciones, como se describe en los versículos 1 a 18.

Puesto que conocemos las circunstancias y el momento en que se escribió esta carta, también nos queda claro por qué no hay aquí ninguna invitación a leer y estudiar la Palabra de Dios. ¿Por qué? Santiago podría ser la primera carta del Nuevo Testamento. También es muy probable que la joven y desamparada iglesia en la dispersión no tuviera acceso a los escritos del Antiguo Testamento. Por eso Santiago 5:11 dice: “Habéis oído de la paciencia de Job”. Estos creyentes vivían de la instrucción oral de los apóstoles y maestros y, por lo tanto, debían tener especial cuidado en oír.

No debían prestar oídos a trivialidades, difamaciones malintencionadas y cháchara inútil, sino que los creyentes debían estar prestos a escuchar cuando se proclamaba la Palabra de Dios con explicaciones, consejos, animación y tal vez exhortaciones. Hoy en día, esto es posible a través de un sermón –ya sea en directo, grabado, por radio o por Internet–, en el entorno más reducido de un grupo en casa, en una conversación privada o a solas, estando solo el Señor, tu Biblia y tú. 

Cuando la Palabra de Dios nos habla, debemos escuchar. Debemos escucharla con alegría, atención y buena disposición a lo que Dios nos dice. Debemos hacer lo que nos manda 1 Pedro 2:2, “desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación”.

La autenticidad de nuestra fe se demuestra por el amor a la Palabra y la disposición a escucharla con gusto y a aceptarla. ¿La aceptamos de buena gana, independientemente de la persona que la cita? 

Quizás nos habla especialmente al corazón la segunda exhortación de Santiago 1:19: “todo hombre sea (…) tardo para hablar”. A veces somos muy rápidos para tener una explicación lista de por qué esto no se aplica o aquello no es para nuestra situación. O damos nuestra opinión, sobre todo sin pensar mucho, rápidamente y sin que se nos pregunte.

Por último, Santiago va un paso más allá en lo que se refiere a la aceptación de la Palabra de Dios: “todo hombre sea (…)  tardo para airarse”. 

En realidad, esto significa no enfadarse en absoluto, porque la lentitud para la ira no existe. No debemos dejarnos llevar rápidamente a la ira por lo que oímos o leemos. Conocemos esas reacciones de los no creyentes cuando oyen la Palabra. Pero desafortunadamente, lo mismo sucede con los creyentes. Nosotros también podemos enojarnos y despreciar la Palabra de Dios cuando Él nos pide o no entendemos algo. 

La palabra griega (orge) utilizada aquí para ira no significa tanto una ira violenta y de temperamento rápido, sino más bien una indignación y exasperación interior persistente y constante. Pero con esa actitud no conseguiremos nada: “Porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (v. 20). Endurecemos nuestro corazón y el de los demás. Entonces ya no somos capaces de aceptar la Palabra de Dios y vivir una vida justa ante Él ni de conducir a los demás hacia ella. Pero este es exactamente el objetivo de toda la carta de Santiago, que hagamos lo que agrade a Dios, lo que sea justo ante Él. Esto es lo que se entiende por “justicia de Dios”. 

Efesios 2:3 dice de nuestro pasado que éramos por naturaleza hijos de ira. Y Colosenses 3:8 añade: “Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca”. Esta es exactamente la conclusión de Santiago también. Nos muestra cómo hemos de recibir la Palabra.

Recibir la Palabra
“Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (Stg. 1:21).

Este versículo es consecuencia directa del anterior. El comportamiento pecaminoso impide el crecimiento. 

Hay obstáculos que debemos eliminar antes de poder recibir la Palabra de Dios. Santiago utiliza aquí la imagen de las vestiduras impuras, manchadas, que deben desecharse antes de poder vestirse con vestiduras limpias. El énfasis en el texto está en la palabra “toda” (“toda inmundicia”), que la versión de La Biblia de las Américas usa dos veces: “Por lo cual, desechando toda inmundicia y todo resto de malicia…”.

El despojarse comienza en los pensamientos y debe ser completo y sin reservas. Todo lo que impide la escucha y, por tanto, la eficacia de la Palabra de Dios, toda inmundicia y todo resto de maldad en el corazón (cf. Mateo 15:19) debe ser desechado.

Esto debemos hacerlo nosotros mismos, no superficialmente ni tampoco una sola vez, sino a fondo y repetidamente. Debemos aplicar la preciosa sangre del Señor Jesús para limpiarnos de toda contaminación de la carne y del espíritu (2 Corintios 7:1). Tal vez haya todavía viejos hábitos, orgullo, vanidades o falta de perdón que nos impiden oír, aceptar y recibir la Palabra de Dios.

La palabra “inmundicia” también se utilizaba en aquella época para designar la cera de los oídos. Se trata de un ejemplo adecuado: si tu oído está taponado, no puedes oír nada. Primero hay que limpiarlo. Entonces, y solo entonces, podemos obedecer el mandato urgente: “recibid con mansedumbre la palabra implantada”.

La mansedumbre significa una disposición suave y apacible, combinada con la moderación y el autocontrol. En este contexto, es lo contrario a una reacción rápida y desenfrenada ante la Palabra de Dios. Observamos esta hermosa actitud en los cristianos de Berea: “Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hch. 17:11). 

¿Describe también este versículo tu manera de ocuparte en la Palabra de Dios? ¿Es con oración (Salmos 119:18), de forma regular (Salmos 1:1-2), expectante (Hechos 4:12), obediente (Juan 14:24-25) y agradecida? 

A través de Su Palabra hemos nacido de nuevo (Santiago 1:18). El Espíritu Santo habita en nosotros (Santiago 4:5). Al mismo tiempo, la Palabra de Dios fue implantada en nosotros. Y esto no fue el final de un proceso, sino el principio, y con el objetivo de “salvar vuestras almas”. Se trata de una salvación de las trampas actuales del mundo, de la carne y del diablo, una salvación que todos necesitamos a cada momento. Este proceso recién se acaba cuando el Señor venga o antes, cuando seamos llamados a él para la eternidad.

La palabra implantada tiene este poder y debe echar raíces en nuestros corazones. Colosenses 2:6-7 ilustra este proceso: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias”. Del oído abierto y el corazón purificado, Santiago pasa ahora a la mano aplicada.

Aplicar la Palabra
Estas son probablemente las palabras más conocidas de la carta de Santiago: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (Stg. 1:22).

Solo entonces la Palabra se hace eficaz en nosotros. Si al oír no le sigue el hacer, ha sido en vano y nos engañamos a nosotros mismos. Esto puede suceder conscientemente, pero a menudo es el resultado de una indebida conducta inconsciente. Engañar tiene que ver, en su significado literal, con calcular mal. ¿En qué consiste el engaño, el error de cálculo? Por ejemplo, al escuchar la Palabra de Dios, al asistir a un servicio, a una reunión de oración, a un encuentro de jóvenes o a una prédica, uno piensa que ha hecho todo lo necesario, cuando en realidad el escuchar la Palabra es solo el principio. Porque a la escucha le debe seguir inevitablemente la acción, la obediencia. Hay que poner en práctica lo que se ha leído y oído. Así es como nuestra fe demuestra ser auténtica.

Santiago nos indica inutilidad de la escucha sin la acción concreta y obediente mediante una parábola muy práctica: “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era” (vv. 23-24).

En la antigüedad, se trataba de un pequeño espejo de bolsillo, generalmente hecho de un trozo de metal pulido y brillante. Uno podía verse en él, pero no con toda claridad. El que solo es oyente de la Palabra contempla, huye y olvida. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, dice el dicho. 

Con la imagen que nos da un espejo, tenemos tres opciones: en primer lugar, podemos destruir el espejo si no nos gusta lo que vemos –al igual que muchos en nuestros días destruyen la Biblia. En segundo lugar, podemos simplemente ignorar el espejo o la imagen –como hacen muchos que saben qué se debería hacer y, sin embargo, no lo hacen. O en tercer lugar, podemos cambiar la imagen –reconocemos, espiritualmente hablando, las manchas y arrugas (Efesios 5:27) y las quitamos activamente por medio de la gracia de Dios. 

Este proceso se describe en el siguiente versículo: “Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace” (Stg. 1:25).

Es decir, debemos perseverar en obediencia a la Palabra. Esta acción es la clave. Perseverar en la Palabra siempre trae grandes bendiciones. “Será bienaventurado en lo que hace”. El Salmo 119:165 dice: “Mucha paz tienen los que aman tu ley, Y no hay para ellos tropiezo”.

La ley perfecta de la libertad me libera para hacer lo que Dios quiere y lo que le honra. Se refiere a la palabra de verdad (Santiago 1:18), a la palabra implantada (v. 21) y a la palabra mencionada en los versículos 22, 23 y 25. No es la ley imperfecta de Moisés, sino la ley perfecta de la libertad: el evangelio de Jesucristo, la Buena Nueva para los esclavizados: “Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn. 8:36).

Jesucristo dice: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14). Y en Lucas 6:46 le oímos decir: “¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”. La verdadera fe no se demuestra hablando piadosamente y de manera precipitada, como dice Santiago 1:19. Y en el versículo 26 vemos una aplicación concreta de lo que ocurre cuando alguien no es lento al hablar: “Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana”. ¡Objetivo no alcanzado!

En cambio, la fe verdadera y auténtica se manifiesta en la acción. En consecuencia, el versículo 27 no habla de la piedad interior, sino que nos muestra una aplicación vigorosa de la Palabra de Dios. En esto aprendemos que el amor práctico siempre está conectado con la santificación práctica: “Una religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (v. 27). Esto es santificación práctica.

En la sociedad antigua, las viudas y los huérfanos eran las personas más necesitadas y, por tanto, estaban bajo la protección especial de Dios (Deuteronomio 10:18; 27:19). Visitarlos significa no solo hacerles una visita, sino cuidarles, mantenerles. A menudo pensamos que ya no tenemos que hacerlo porque el Estado con sus planes sociales se ha encargado de ello. En lugar de preguntarnos: “¿a cuál necesitado puedo ayudar?”, a menudo nos preguntamos: “¿quién atenderá mis necesidades?”. Pero es en estas situaciones en las que demostramos ser hacedores de la palabra, porque no recibiremos nada a cambio de parte de las viudas y los huérfanos. 

Así es como se muestra nuestra fe en nuestro trato con la Palabra de Dios: en cómo la aceptamos, cómo la recibimos y cómo la aplicamos. ¡Que el Señor Jesús nos dé gracia para hacerlo!

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